Claro que no pienso odiarte.
En estos meses que pasaron me hiciste sentir bien acerca de mí mismo, del futuro, y acerca del amor, las mujeres y la vida (por raspar de nuevo a Benedetti y de paso a Schopenhauer). Me hacía mucha falta enamorarme y creer en algo; en alguien. Sin esta historia, sin esa correspondencia seguramente me habría vuelto más cínico y oscuro, y habría vuelto a caer en relaciones viciosas pero cómodas. Yo no sabía que a mi edad y después de tanto hastío, todavía puedo sentir tanto por alguien. Volví a ser optimista, iluso, industrioso, idealista, romántico, cursi, poeta… prácticamente un adolescente.
Me doy cuenta, hoy más que nunca, que mucho de eso se lo debo más a mi propio cerebro embriagado que a tu aura equívoca o a esa disposición tuya tan virtual, que –nos ha quedado claro- en la vida real siempre se mantuvo ajena y protegida. Pero yo no lo habría logrado con una musa menos luminosa, con una mujer menos idónea; no habría podido engañarme solo, truquear a mi cerebro sin tus cartas y tus besos y tus sueños y tus celos y tus nervios. Por todo eso, y por lo oportuno de tu aparición tengo que estar agradecido.
El enamoramiento se parece mucho a la embriaguez, y se puede adquirir pronto o nunca, dependiendo de cuánto ingieras o finjas ingerir, del tipo de bebida que se tenga enfrente y también de lo que traiga uno en las entrañas. Hasta depende de tu naturaleza y de la disposición con la que empieces a beber.
Quizá por eso mismo en Dan in Real Life un filósofo imberbe responde: “El amor no es un sentimiento, es una habilidad”.
Claro que pienso saludarte. Espero seguir encontrándote por accidente, y me gustaría buscarte en unos años, por saber cómo estás y qué te has hecho. (Cuando decimos esto al despedirnos, soy demasiado consciente, es porque secretamente nos decimos a nosotros mismos que quizá entonces sea un mejor momento y los sueños después de todo se cumplan. Qué remedio.)
El amor es eterno mientras dura. (eso es de García Márquez)