
Uno viaja sobre todo para descubrir el mundo. Más allá de aprender nuevos trucos y engordar el currículo, que eso es a fin decuentas incidental, muy personal y casi inevitable, el estudiante en el extranjero y el viajero errante aprenden a entenderse con los otros y a saber que no existen mayores diferencias entre los visitantes de un lado y otro, entre locales y extranjeros; se borran de la mente nociones caducas de “razas” y prejuicios infundados; se mezcla, se mide y se enfrenta, con mayor o menor dificultad; se conocen y prueban estilos y costumbres diferentes, y se aprende sobre todo a reconocerse en el otro. O se debería, por lo menos.
No les creo a quienes pretenden haber descifrado el espíritu de una nación, y hablan con autoridad acerca de “los franceses”, “los alemanes”, “los españoles”, los griegos o los mexicanos, así en general, luego de haber pasado apenas unos días o cualquier estancia corta entre ellos, y habiendo conocido a unos cuantos “especímenes”. La mayoría de estos expertos Marco Polos, además, repite los mismos prejuicios que ya conocíamos, que se pueden encontrar con tu voceador favorito, y todo con tal de dejarte saber que ya han tenido “oportunidad de darse la vuelta” por esos rumbos, con “lo poco que Dios me ha dado”.
Para entender un país habría que conocer su historia, quedarse al menos más de unos meses, y leer a antropólogos, sociólogos, psicólogos y filósofos, que hayan emprendido antes la colosal tarea. En mi opinión, además, en nuestros tiempos resulta cada vez más difícil delinear diferencias entre “la forma de ser” y las costumbres de un país y otro, puesto que compartimos casi la misma transculturización global desde hace algunas décadas, y estamos en constante comunicación y migración entre todos los polos. Cualquier intento por forzar una caracterización me parece por lo tanto superfluo y vano; cualquier discusión en abstracto caerá inevitablemente en los mismos prejuicios, auto-idealizaciones, chovinismos y nacionalismos manidos de siempre.
Las proclamadas diferencias entre los pueblos suelen ser producto de la desinformación y el miedo. Somos una sola especie, con los mismos genes, el mismo cerebro, los mismos instintos y las mismas necesidades primarias. Las diferencias en temperamentos y estilos que las condiciones de vida y las diferentes religiones impusieron, se han ido difuminando conforme el mundo se ha vuelto más accesible; las que persisten, dependerán sobre todo de la crianza al seno de familias y regiones más tradicionales, pero se disuelven conforme la gente viaja o conoce de otro modo a gente de distintas latitudes.
Dicho lo cual, el visitante extranjero que sigo siendo, tiene algunas impresiones, que deberán entenderse simplemente como tales, acerca de Paris y sus misterios. Un cliché que puedo confirmar, es el buen gusto de los parisinos. Para vestir chic, para comer bien, y para hacer la vida más agradable a la vista, con sobriedad, estilo y elegancia. Otro, que me parece una pena, es que en la calle y en el subterráneo suelen encontrarse malhumorados y quejumbrosos. Para vivir en una de las ciudades más bellas, en el país con mejor calidad de vida del mundo, no parecen darse cuenta de lo afortunados que son y de lo bella que es la vida cotidiana. Por lo demás, que yo sepa, los franceses suelen ducharse diario, son menos arrogantes y más afectuosos de lo que se ha dicho, y hasta me cuentan que las chicas se depilan como en todas partes…
¿Hay excepciones? Por supuesto. Hablamos aquí de tendencias apenas, no de naturaleza “francesa”, como si tal cosa existiera en primer lugar. No todos los brasileños son alegres o buenos para el futbol y la samba, ni todos los judíos son prósperos comerciantes y tacaños. Igualmente, no todos los parisinos saben vestirse o refunfuñan como contratados. Pero quizá en nuestra naturaleza humana esté arraigada una necesidad de clasificarlo todo y tomar distancia de los otros, desde los tiempos en que las tribus se agredían mutuamente por comida y tierra, y que los primeros humanos enumeraban y nombraban plantas y bichitos.
Por cierto, lo que no he estrenado todavía es mi pegue irresistible de Latin lover. Para mí es un misterio y una sorpresa el no verme rodeado a estas alturas por francesas, italianas y ucranianas, por más que bailo Salsa y hago por parecerme a Antonio Banderas, Rafa Marquez o Gael. Pero bueno, la lucha se hace y sigo aprendiendo; me tropiezo como todos con mis contradicciones, pero procuro mantener la mente abierta, por si puedo servirme pronto de nuevos trucos.
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